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Fin de invierno

Relato e imágenes de un viaje por las calles de Roque Pérez. ¿Reconoces estos lugares? te acordás de aquellos tiempos…

 

Es sábado de octubre. Me despierto a las siete con el sol bastante alto. Me pongo los pantalones rápido, un té y a la calle. Sin peinarme. En minutos sobra sol para las fotos. Es mucho mejor la luz de la tarde, ya lo he comprobado. Pero no importa.

Salgo a retratar el pueblo. Estoy dentro de la escena mientras se reúnen el tiempo y el deseo. ¿Se puede remediar la tristeza con imágenes? ¿Es verdad que se crean los recuerdos?

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Ahora mi ojo recorta y el celular dispara. El cuadro se edita en mi cabeza antes de la toma. La luz va y viene, como todo. Alguien me mira sentado en una camioneta.

Elevo los brazos y el teléfono al cielo. Hago equilibrio sobre la diáfana red de la mañana. Atravieso la calle. Veo los portales familiares de la infancia. Frente a un ventanal con vidrios de colores surge la imagen de una historia.

Un picaporte… ¿abre? De cuáles cosas viejas busco las señales. Dónde quedó la huella del vecino, los encuentros furtivos, los amantes.

Adónde fue la pericia de los artesanos, los lecheros, los mecánicos. La espalda doblada de las tejedoras. Todos usaban las manos, como los cirujas, como los cirujanos.

Muchos partieron con una parte del pueblo en los huesos. Igual nos quedaron otros pedazos, vivos. Y los aferramos. Como a un pez negro en el barro.

Camino hasta la esquina, doblo. Hay una puerta que da a una araucaria, a un jardín escondido. También hay techos rojos, cornisas, rudimentos de albañiles, flores de cemento.

Un colectivo hundido en la parada de los yuyos parece partir hacia ninguna parte. ¿Alguien quiere un boleto? Yo estaba parado mirando mi tristeza y ahora me estoy moviendo.

En la antigua zapatería las persianas están cerradas, fijas y oxidadas. Las hizo el herrero que forjaba las ruedas de los carros. Luego, el hijo del herrero fue el médico del pueblo.

En la calle principal un edificio tiene una escalera al cielo. Con hornacina y virgen en el último peldaño. Después baja. Es la calle de los carnavales de antaño y su música propalada por bocinas.

“Soy el rengo Peta” llevaba por cartel el mascarita, el disfrazado. La gente sonreía por el tranco parecido. La última noche, en el palco se sacó la careta y era Peta nomás. Luego se fue feliz, rengueando.

A la mañana, el perfume de carnaval se mezclaba con el aroma del pan recién hecho a leña. Salían cargados los canastos en lo de Santiago, en lo de Riera.

Camino hasta la calle de tierra. Hacia el río -pero acá cerca, a pocas cuadras de la plaza- hay grandes palmeras y hondonadas balconeando a la laguna. En la sombra, unos corderitos pastan gramilla tierna con rocío.

De a poco el pueblo avanza sobre el campo.

Y al sur, cerca de las vías, las calas se abrieron delante de una puerta y ya no dejaron entrar a nadie. Quedó tapera el rancho de la puerta azul desteñida por la lluvia. Los habitantes se mudaron.

A dos o tres molinos les creció alrededor el pueblo. Y ahí se quedaron. Los busco en el cielo. Veo uno que hace años está quieto. Lo enfoco en mi pantalla, camino hacia atrás hasta encuadrarlo junto a la tapia vecina sin revoque. Pruebo otra toma. El brillo del sol se divide en las palas del molino. Se levanta una brisa. Pienso que el molino gira, me saluda con una queja de lata que parece un grillo.

A veces la primavera se demora. Esta vez volvió después de saltearse una temporada. Mi papá decía que los inviernos de antes eran más fríos y en algunos días se juntaba una helada con la otra. Pero estos años fueron peores. Este tiempo, uno tras otro, corrieron dos inviernos. Sólo hubo un respiro en febrero, como un engaño breve de verano.

Qué bueno sería volver a casa, encontrarte en la cabecera de la mesa, con tu plato y mi plato. Los dos vasos de agua. De lejos, me sonreís y me decís hijo…  

Esta mañana, las flores de azahar anuncian las naranjas. Ahora miro la pantalla para enfocar otra cornisa, pero esta vez se invirtió el modo de la cámara. Aparezco yo, mi rostro entre mis propios brazos. Creo que tengo mejor cara. Entonces cierro la boca entreabierta, me acuerdo como era sonreír y me retrato.

-Texto y fotos: Walter Murga-

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